miércoles, enero 23, 2013

El hombre que me echó del ciclismo


Cuando digo que Lance Armstrong me echó del ciclismo, no me refiero a una decepción personal por su reciente salida del armario epológico en una decepcionante, fría e hipercalculada entrevista con su amiga Oprah Winfrey. No ha dicho nada que no supiéramos o sospecháramos ya, no ha aportado ningún dato nuevo, no ha mostrado arrepentimiento, no ha ofrecido colaboración desinteresada, no ha puesto el ventilador a toda potencia para que la mierda acabe de escampar de una puñetera vez de este deporte tan apaleado. No creía en la limpieza de Armstrong, como no creo en la limpieza de los que ganaron antes y después que él. No, no ha sido el dopaje, ni los falsos ídolos, los que me distanciaron del deporte de la bicicleta. Fue la manera de ganar Tours de Lance Armstrong la que me convenció de lo aburrido que podía resultar el ciclismo. ¿Cómo no me había dado cuenta hasta entonces?


Empecé a seguir el ciclismo a golpe de Tour y de radio. Con las primeras hazañas de Ángel Arroyo y una jovencísima promesa llamada Perico Delgado en el Tour de 1983, un aún tierno infante marcbranches  regularizó la costumbre de escuchar el programa especial de Antena 3 sobre la carrera francesa, tarde tras tarde. Luego la costumbre se amplió a ver etapas de las sucesivas carreras por etapas posteriores, cada vez con más avidez de información, cada vez con más pasión, esa pasión deportiva infantil que se queda enquistada para el resto de tus días, a pesar de la erosión del cinismo de la edad. Los Tours de Fignon y Lemond, las Vueltas de Caritoux y Álvaro Pino (véase la diferencia de caché de los ganadores) seguidas al minuto, etapa por etapa, fuesen del tipo que fuesen: con esperanza las de montaña, con resquemor las llanas, con profundo desdén de novio abandonado las contrarrelojes. Como cualquier otro aficionado español.



Me hice de Perico, claro. Quién no. Aquella Vuelta del 85 arrancada del paladar de Robert Millar en un chanchullo colectivo sin parangón en el que todo el puto pelotón español decidió abandonar al pobre escocés a su suerte, mientras José Recio tiraba de Delgado y de toda España camino de las gloriosas destilerías Dyc. Su abandono del Tour del 86 sobre un río de lágrimas por la muerte de su madre. La pájara de camino a La Plagne que le hizo perder el Tour del 87 ante Stephen Roche y su mascarilla de oxígeno. Todo un background que culminó con aquella histórica victoria del Tour del 88 ante unos hiperactivos (guiño-guiño) holandeses llamados Rooks y Theunisse salpicada por toda aquella historia de la probenicida. Todavía era lo suficientemente ingenuo para enfadarme con Jose María García por poner a caldo a Perico y llamarle de tonto para arriba. ¿Delgado doparse? Amos-anda.

Pero sí: Perico era tonto. Tonto de baba. El Butano tenía razón, y Delgado se empeñó en demostrarlo reiterada y alevosamente, primero con el esperpéntico episodio del sobre a Ivanov en la Vuelta del 89 ("no, es que le estaba dando mi dirección". Con dos cojones, Perico), y luego llegando 2'40" tarde al prólogo de Luxemburgo en el Tour de ese mismo año. En esa época yo ya sintonizaba los informativos radiofónicos cada hora para estar informado al minuto (qué tarde llegaste, twitter), y a la hora a la que conectaba TVE con la etapa de turno, ahí estaba yo. Por eso sabía en el 91 que Indurain era bueno.



Pero no tanto. Su victoria en el Tour del 91 nos pilló a todos con el paso cambiado, y ya nada volvería a ser lo mismo. Las etapas de montaña que antes esperábamos con ánimo atacante y esperanza de, al menos, muerte en orilla, ahora las veíamos con el estoicismo inmovilista del que se limita a vigilar que nada cambie (vamos, como un tribunal constitucional), y descubrimos el valor estético y moral de la contrarreloj (incluso, de la contrarreloj por equipos, que en España era casi ilegal). Empezamos a entender incluso el concepto de carreras de un sólo día. Y así fue durante 5 años en los que el orgullo por el campeón de la casa opacaba el progresivo tedio que el rodillo navarro infundaba sobre los espectadores (espectadores=yo). Las Vueltas de Rominger y Jalabert, ganadas por aplastamiento, reforzaban una teoría que se cumplía con demasiada asiduidad: el que dominaba en la primera etapa de montaña dominaba el resto de la carrera por etapas que se terciase. Las sorpresas, los cambios de líder, los pajarones, las irregularidades, los ataques suicidas, las incertezas que daban interés, en definitiva, a cualquier momento del ciclismo, eran cada vez más infrecuentes; el ciclismo tecnológico empezaba a entrar por la puerta, mientras el genio y la improvisación salían por la ventana. Pantani era el (pirata) tuerto en el país de los ciegos.

El tecnociclismo llegó a su punto culminante con la llegada a la tiranía de Lance Armstrong. Aquello que Indurain y Echávarri empezaron a cultivar a principios de los 90 lo perfeccionaron Armstrong y Bruyneel a finales: la dictadura de la estrategia, el equipo como estructura militar, la intimidación del primo de Zumosol. Mientras la policía francesa y Festina levantaban la primera alfombra de la podredumbre acumulada durante los 90, Armstrong acumulaba triunfos en la única carrera que disputaba en todo el año, a golpe de molinillo y bullying en el pelotón. El sucesor de Indurain era, ojo-alegríadelahuerta, Abraham Olano, un tipo que no levantó el culo del sillín ni en una sola subida durante toda su carrera. Otro tecnociclista. Otro empujón hacia el abismo.

Así que de repente vi la luz: el ciclismo es un aburrimiento. Esas etapas llanas cuyo desenlace al sprint es tan previsible como que Tom Cruise va a apalear al malo; esas etapas de montaña en las que nadie mueve un dedo hasta los últimos kilómetros; esas contrarrelojes en las que te basta con ver el primer tramo y saber matemáticas de 3º de EGB para saber cómo va a acabar. Sí, el ciclismo de goma y jeringuilla atomizó la credibilidad de ese deporte y a su leyenda asociada a valores de sacrificio y agonismo; pero fue el tecnociclismo el que lo mató como espectáculo. Sé que generalizo y que cualquier amante del ciclismo me dirá que si aquel Giro, que si ese Tour, que si cualquier Milan-San Remo han sido un espectáculo tan digno de verse, o quizá más, que cualquiera de aquella infancia mía. Pero a mí Lance Armstrong (insisto, me refiero exclusivamente a la manera de ejercer su deporte) me divorció del ciclismo. No lo echo de menos.

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